La batalla - Lobodón Garra


Liborio Justo
, escritor y teórico argentino, conocido con los seudónimos Quebracho y Lobodón Garra.
Nacido en 1902 y fallecido en 2003.
Hijo de Agustín P. Justo, presidente de la Argentina entre 1932 y 1938.
Su obra: Prontuario, Río Abajo —fuente de inspiración del film El sueño del perro (2007)—, del cineasta argentino Paulo Pécora. Nuestra patria vasalla, Bolivia: La revolución derrotada, Pampas y lanzas, Estrategia revolucionaria y La tierra maldita, colección de cuentos con ambiente patagónico.

La batalla

Serían las diez de la mañana, de uno de los últimos días de octubre, cuando una goleta soltó amarras del muelle fiscal de Punta Arenas, alejándose bien pronto entre el balanceo de las olas. Fácilmente podía distinguirse la silueta de cuatro hombres que se movían sobre la cubierta. Los dos que habían ido a despedirlos, regresaron sin volver la cabeza hasta desaparecer entre las primeras casas de las calles bajas. Sobre el horizonte del Estrecho la goleta se perdió, al rato, en el fondo montañoso y obscuro. Eran loberos que salían a dar una "paliza" en las roquerías del Sur, sobre el Pacífico, cerca del Cabo de Hornos, último refugio, casi inaccesible, de los lobos de dos pelos.
Toda la tarde; acompañada del monótono golpeteo de las explosiones del motor, la goleta fue surcando las aguas obscuras, frías y, ese día, relativamente tranquilas del Estrecho. A lo lejos se divisaban las costas que cerraban el círculo del horizonte. Al frente el Monte Sarmiento vigilaba la marcha tras una corona de nubes negras. Sobre cubierta los cuatro hombres permanecían mudos y hoscos como el ambiente. Casi todos eran marinos desertados de los buques que hacían la travesía para el Pacífico. Se habían conocido en un cafetín de Punta Arenas, cerca del puerto, y, entre copa y copa, habían resuelto salir a lobear en cuanto el tiempo lo permitiera. Reunieron una bolsa común para costear los gastos y comprar los víveres, como hacían todos, y se lanzaron. Más que el deseo de ganancias, los impulsaba la misma e irresistible ansia de aventuras, que había hecho y haría de ellos eternos vagabundos. Sabían todo el riesgo que significaba una "paliza" en las roquerías del Cabo, de donde tantos no habían vuelto, pero para ellos ese era, tal vez, el mayor acicate que los impulsaba a partir en busca del peligro. Y allí iban todos juntos, compañeros momentáneos, que mañana se separarían con la misma indiferencia con que el destino los había reunido.
Al atardecer dejaron el Estrecho, penetrando en el Magdalena Sound, que separa las grandes islas Dawson y Clarence. Iban internándose en la impresionante soledad de los canales. hacía mucho frío y empezaba a soplar el viento del Oeste. Las costas montañosas se estrechaban mostrando los tupidos montes de hayas y robles en sus flancos que caían a plomo sobre el agua. Todo se iba llenando de sombras. De tanto en tanto, como bocas abiertas a los desconocido, cruzaban frente a la entrada de caletas profundas y obscuras. En el fondo de una ensenada alcanzaron a divisar la escotadura del canal Gabriel, que conduce al Seno del Almirantazgo. Todo estaba impregnado de silencio y tristeza. Ya era tarde cuando fondearon en un resguardo de la costa para pasar la noche.
Al día siguiente, bien temprano, siguieron la marcha. Estaba nublado y soplaba fuerte viento del Oeste que los sacudió, mojándolos con la espuma de las olas, apenas dejaron su refugio nocturno. Siguieron hacia el Sur cruzando frente a los grandes ventisqueros que se deslizan por las faldas del Monte Sarmiento. Las costas inhospitalarias, revestidas por la selva verde obscura, iban cada vez más estrechándolos en su abrazo. Petreles y albatros surcaban el espacio dominando las rachas con la majestuosa serenidad de su vuelo. Algunas toninas seguían saltando sobre el agua a ambos costados y a proa.
Doblaron el cabo Turn entrando en el canal de Cockburn. A medida que avanzaban, los montes de hayas eran más escasos y achaparrados sobre las costas acantiladas que ya mostraban, de trecho en trecho, la negra superficie de las rocas peladas y musgosas que destilaban la humedad de las brumas y las lluvias permanentes.
A medio día una espesa neblina invadió los canales impidiéndoles ver a corta distancia. Una nieve fina, en ligeros copos que se derretían al caer, empezó su silencioso e interminable descenso. Tiritando y a tientas tuvieron que refugiarse en la costa.
Volvieron a partir al día siguiente en que amaneció nublado, aunque con visibilidad clara. Avanzaban recostándose sobre la orilla donde el cachiyuyo afloraba en grandes manchas verdosas, señalándoles los malos pasos y las rocas ocultas. Las olas hacíanse cada vez más grandes y má profundas anunciando la proximidad del océano. Rachas de viento del Oeste, que ya soplaba casi sin obstáculos, los azotaban violentamente. las costas abruptas y desoladas apenas mostraban una vegetación raquítica, que sólo podía crecer en las grietas y hendiduras resguardadas del viento.
Estaban realmente en medio de las salvajes soledades de Tierra del Fuego, las más desoladas y agrestes de la tierra. por allí entraron, viniendo desde el Pacífico, los navegantes que las han pintado con tan tétricos colores; y por ahí también pasó Darwin, a bordo de la "Beagle", y les dio el nombre que se extendió luego a toda la Patagonia: "Tierra maldita". ¡La tierra maldita!
A medio día alcanzaron a divisar el horizonte del océano por un abra entre dos acantilados. Las rocas negras de las costas escarpadas chorreaban agua sobre su superficie lustrosa. Nubes obscuras y bajas, que cubrían a cien metros sobre el mar la cúspide de las cadenas de montañas, parecían querer aplastarlos, bajo su peso. El viento soplaba cada vez con más fuerza.
Así entraron en el paso del Breaknock siguiendo el balanceo de las inmensas olas del Pacífico. Afuera, sobre el horizonte del mar, los islotes Furias les daban el espectáculo de sus salvajes rompientes, donde llegan a deshacerse las olas que han marchado desde Australia sin encontrar ningún obstáculo en su camino.
Después de varias horas de navegación entre las aguas amenazantes, la goleta entró al resguardo de la isla Camden siguiendo por el canal Darwin, apenas alcanzado nuevamente en Bahía Desolación por el oleaje del océano. Un verdadero semillero de islotes abruptos y sin vegetación los rodeaba. Todo parecía indicarles que iban entrando en los umbrales sombríos de un fantástico mundo destrozado y en ruinas.
Enfilaron al canal de Beagle; unos tras otros iban dejando los hermosos ventisqueros de reflejos celestes que desde las altas cimas extendían su blancura hasta el agua profunda y negra.
Recién dos días después, dando vuelta a la isla Pasteur, en medio de fuertes chubascos, divisaron otra vez las aguas del Pacífico. Allí se arrimaron a la costa y, al abrigo del viento, fondearon a la espera de buen tiempo. Una continua nevada, que emblanqueció los montes de hayas raquíticas y retorcidas por los vendavales, los detuvo varios días.
Un domingo de madrugada resolvieron continuar. Alistaron sus míseros elementos y zarparon. había mar de fondo y las inmensas olas levantaban la goleta sobre sus crestas para dejarla caer en seguida entre verdaderas paredes de agua. Soplaba viento del Sudoeste con cielo siempre nublado.
Fueron alejándose de la costa hacia el horizonte del mar abierto. A lo lejos surgía el perfil, apenas perceptible de los peñascos sombríos donde el océano se estrellaba con fragor salvaje. Eran las roquerías de los lobos de dos pelos.
Serían las diez de la mañana cuando avistaron una meseta, casi plana, de rocas peladas, negras y musgosas que el mar cubría en la alta marea, la gigantesca marea patagónica, que allí alcanzaba a más de quince metros. En medio de la desolación del océano, su aspecto era realmente fúnebre e impresionante.
Se acercaron a sotavento esquivando las rompientes. En una estrecha hendidura pudieron desembarcar, no sin dificultad. A la distancia, entre el ruido del agua, empezaron a oir el bramido de los lobos, que semejaba un trueno lejano. El viento traía el penetrante olor de los animales, que llega a veces a grandes distancias. Amarraron la goleta, cargaron los elementos y, siguiendo por la orilla, marcharon rapidamente para tener tiempo de terminar antes que volviera a subir la marea.
El mugido era cada vez más cercano. Seguían avanzando con precaución. Al rato avistaron una enorme manada como de mil cabezas, que destacaba su color pardo obscuro sobre las rocas negras. Sería una espléndida cacería. Marcharon agazapándose para evitar que los lobos notaran su presencia.
Cuando estuvieron cerca examinaron el terreno cuidadosamente. Después de demorar un rato en observaciones, los hombres se reunieron para combinar el plan de ataque. El ruido del agua y el silbido del viento en las aristas de las piedras los obligaban a hablar casi a los gritos. Había dos despeñaderos, por donde los lobos habían subido, separados por algunos peñascos a bastante distancia. Se dividieron en dos bandas para cubrirlos.
Un último trago de aguardiente y sin decir una palabra, dos de ellos cargaron los palos y se alejaron.
Cuando los que quedaron calcularon que los otros habían llegado a su destino, empezaron a avanzar hacia los lobos que se hacían oir ruidosamente, cubriendo una inmensa extensión de las rocas. A medida que se acercaban, levantando en alto sus cabezas, los animales los observaban con desconfianza. Los gruñidos se acentuaron en un momento de indecisión. Hasta que, por fin, comenzaron a lanzarse hacia el agua por los despeñaderos donde los cuatro hombres los esperaban cortándoles la retirada.
Estaba nublado, pero fácilmente podía notarse que aun no era mediodía. Hacía frío y las nubes, acumulándose en el Sur, amenazaban tormenta. A centenares de kilómetros de todo punto habitado, sobre unos peñascos abruptos perdidos en el océano en un extremo del mundo, sin testigos ni posible socorro, cuatro hombres, cuatro puntos en el salvaje paisaje de la Tierra del Fuego., iban a luchar con centenares de animales ariscos, embravecidos, que tratarían de ganar su elemento, atropellando ciega y brutalmente contra todo. La gran batalla comenzaba.
Fue un alucha furiosa, sangrienta, entre el gruñir de las bestias y el jadear de los hombres. Los loberos, sin mirarse, repartían golpes, sobre los animales que se apretujaban deslizándose hacia abajo, como un torrente, sobre la superficie lisa de las rocas musgosas. La sangre corría por las resquebrajaduras en hilos que se engrosaban hacia el mar, que rompía atrás entre penachos de espuma. Los golpes sonaban secamente sobre las cabezas erguidas y amenazantes. Apoyándose torpemente en sus aletas, los lobos se empujaban como una tropa de vacas perseguidas. Los hombres se destacaban entre ellos como islotes, tratando de contener la avalancha. Cuando algún lobo caía, los otros le pasaban por encima aplastándolo y, muchas veces, lo arrastraban hasta las rompientes.
En el despeñadero más cercano sonó un grito, un salvaje grito de angustia. El hombre que lo oyó comprendió sin darse vuelta. Siguió sus tarea mientras la manada continuaba pasando. Pero más libre ya el camino, los lobos pudieron avanzar con mayor rapidez. Hasta el último momento el hombre no pudo abandonar la lucha a riesgo de su propia vida.
Todo apenas había durado menos de un cuarto de hora. Sobre la negra superficie de las rocas quedaba un tendal de animales caídos, muchos de los cuales se agitaban en la agonía. Jadeante aún, el hombre observó a su alrededor sin dejar de echar una mirada a las rompientes que de cuando en cuando lo salpicaban. Luego, sin contar los cadáveres, marchó en busca de los compañeros que habían ido a cortar el paso en el despeñadero más lejano.
En seguida llegó. Había algunos animales muertos y , aunque al principio no vio a nadie, pronto descubrió a uno caído en una grieta inmóvil y cubierto de sangre. Se veía que la manada le había pasado por encima. Se acercó y comprobó que aún respiraba.
En busca del otro se encaminó hacia el lugar donde había dejado la goleta. Aceleró su marcha todo lo que le fue posible. Tampoco estaba allí. Vio, sin embargo, que la barca había roto las amarras y alcanzó a distinguirla más lejos, destrozada entre las rocas, dejando en descubierto solo una parte de la proa entre el balanceo del mar.
Volvió sobre sus pasos. Llegó otra vez al despeñadero donde quedaba el tendal de lobos muertos, que miró indiferente. Siguió su camino entre las piedras. Llamó. Gritó. Se acercó nuevamente al caído. Había cesado de respirar. Dejó caer su cabeza que hizo un ruido seco contra el suelo. Hincado aún junto al cadáver se quedó absorto con la mirada clavada en el horizonte. Comprendió que estaba solo.
Se puso de pie nuevamente y contempló los animales inánimes cuyos cueros representaban una fortuna. Después trepó trabajosamente a lo alto de un peñasco prominente.
Desde allí tendió la vista al círculo del horizonte que era su mundo. Al Norte, cubierto de nubes bajas y plomizas, aparecía el perfil espantable de la costa montañosa, que terminaba al Este en una punta acantilada, casi perdida entre la bruma. Al sur se extendía la inmensidad del mar, el salvaje mar tempestuoso que rodea el cabo de Hornos. En medio de la grandiosidad del paisaje sombrío el hombre se sintió impregnado de su soledad.
Se dejó caer exhausto sobre la roca húmeda.
Y se quedó mirando cómo, a cada embate de las olas, el océano iba avanzando, lenta pero continuamente, sobre la negra superficie de la roquería...

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